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Alegría o Felicidad
De alegría, felicidad, cronómetros e infartos.
¿Alegría o felicidad?

Esto ocurrió hace ya unos cuantos años, a principios del siglo XXI. Dos madridistas que se sentaban en la oficina junto a mí estaban charlando con entusiasmo del partido de Champions que su equipo jugaba esa noche. No recuerdo cuál era, porque me daba igual, pero hablaban con tanta excitación, que despertó mi curiosidad y les pregunté por la hora del encuentro. Los dos dejaron de hablar, se miraron a la cara y comenzaron a reírse. “Como se nota que el Atleti no juega Champions”, dijo uno de ellos. En esos tiempos, todos los partidos de Champions se disputaban siempre a la misma hora (“horario Champions”), pero yo no era consciente de ello porque, efectivamente, el Atleti no jugaba esa competición desde 1997.
Más que vergüenza, lo que sentí fue rabia. Aquella era nuestra realidad, por mucho que me doliese y por mucho que me negase a aceptarla. Pero no todo el mundo estaba tan enfadado como yo. De hecho, reinaba cierta tranquilidad y había mucha gente que consideraba un éxito entrar en “puestos europeos” (como eufemismo de UEFA o de Europa League). Los medios de comunicación, por ejemplo. Ninguno de ellos criticaba entonces el juego del equipo, ni el estilo defensivo, ni la falta de ambición de nuestros entrenadores. Al contrario. Los entrenadores eran tratados con cariño y se justificaba siempre su labor. Lo que se estilaba entonces era hablar del Atleti con lástima, con sorna y con toneladas de condescendencia.
Yo seguía siendo del Atleti, evidentemente. Nunca flaqueó mi fe en ese sentido, pero no me gustaba lo que veía. Quería otra cosa. Soñaba con que mi equipo fuese temido. Quería que compitiese. Que molestase. Que no resultase simpático a los que yo consideraba enemigos. Quería que ningún rival se atreviese a tratarlo con desdén. Soñaba con un Atleti capaz de disputar los octavos de la Champions, a la vez que peleaba por la Liga, y a la vez que se jugaba llegar a la final de la Copa del Rey contra el mejor FC Barcelona.
Aquel sueño de entonces es hoy nuestra realidad. Una realidad privilegiada, emocionante y divertida, que alguno asume erróneamente como parte de una rutina que no siempre lo fue. Es más, casi nunca lo fue. El Atleti tiene ahora por delante media docena de partidos difíciles y extenuantes, pero también maravillosos. El pasado martes ya vivimos uno. Y fue la leche. Los moradores de Matrix lo quieren ver como una tortura. Yo, en las afueras de esa “rabiosa actualidad” que cada vez detesto más, lo veo como un privilegio. Uno muy divertido, además. Formar parte de la élite significa esto: jugar contra los mejores en el filo del precipicio. Ganar significa tener que pasar por aquí. ¿Un drama? En absoluto.
Pero parece que no todos piensan igual y en estos días previos a iniciar el ascenso al Tourmalet que será este mes, en el entorno rojiblanco he visto más pesadumbre que placer, más tormento que delicia y más angustia que disfrute. ¿Por qué? ¿No era esto lo que queríamos? ¡Yo sí! ¿O resulta que nos hemos transformado en el Fausto de Goethe y ahora nos sentimos traicionados por Mefistófeles? ¿Nos vamos a convertir en un Dorian Gray miserable que sólo es capaz de conservar su belleza a base de ser un desgraciado que se rodea de tragedia?
Quizá el problema está en ese empeño constante por intentar explicar nuestra realidad con el lenguaje, la cultura y los complejos de otros. Y es que no hay necesidad. Estoy convencido de que no existe un solo colchonero que necesite conocer el resultado de los siguientes partidos para definir su relación con el equipo. Nadie que se sienta colchonero va a ser más o menos del Atleti, ocurra lo que ocurra. Ninguno va a dejar de disfrutar las previas, de gritar en el campo y de enseñar el escudo donde quiera que vaya. Ninguno va a dejar de ser como es. Ninguno se va a cuestionar su identidad en función del número de goles que entren o que salgan. ¿Entonces? ¿Por qué sufrir de antemano? ¿Por qué no intentar disfrutar de lo que viene? Nosotros queremos que gane el Atleti, pero no queremos al Atleti porque gane. Es así de simple.
Mientras el equipo sea capaz de mirar a cualquier rival a la cara como hizo el martes, mientras tengamos la sensación de que es capaz de ganar cualquier partido, el que sea, a mí me vale. Me vale para ser feliz. Porque todos estos partidos que vienen condicionarán la alegría de los días posteriores, es obvio, pero nunca van a condicionar la felicidad de ser o sentirse colchonero. Son cosas diferentes. Y si no lo entienden, lo mismo es que no lo pueden entender.
Si quieres leer mi crónica del Barça-Atleti del partido de ida de la semifinal de Copa del Rey lo puedes hacer aquí:
Cronómetro.
Hace pocos meses cumplí un viejo sueño: visitar Craven Cottage, el precioso estadio del Fulham FC londinense. Fue una experiencia fantástica y hubo muchas cosas que me llamaron la atención, pero una destacó por encima de todas: cuando llegó el minuto 45, el cronómetro del marcador electrónico siguió funcionando.

La foto esta tomada por este señor que escribe.
Algunas semanas después, he visto que esto parece que ocurre también en el Metropolitano. El día del Celta ya vimos que, por primera vez, el tiempo seguía visible en el marcador durante los minutos de descuento. Siempre me había parecido una estupidez que no fuese así y jamás entendí por qué se adoptó de forma general una medida tan absurda. Tampoco sabía por qué ha dejado de aplicarse, así que he intentado enterarme.
Aunque nunca llegó a ser una regla escrita (estaba convencido de que sí), la UEFA comenzó a recomendar a finales de los años 80 que se aplicase la opción de detener el cronómetro cuando el tiempo llegaba al minuto cuarenta y cinco o el noventa. De hecho, las ligas europeas más importantes, e incluso la propia Champions, adoptaron esta medida. ¿Por qué? La explicación me parece extraña. Resulta que, por reglamento, el tiempo añadido no tiene por qué coincidir con un valor exacto de minutos, ni con unas reglas establecidas. Es una estimación libre del árbitro, que es el único que tiene autoridad y criterio para definirlo. Es decir, un árbitro puede alargar un partido 78 segundos o trece minutos y medio si lo cree necesario. No tiene que dar explicaciones, ni ceñirse a una plantilla definida, más allá de ciertas recomendaciones que llegarían después. Parar el cronómetro del marcador, en teoría, evitaba la presión de la grada sobre el colegiado, reforzando su autoridad y dejando claro a todo el mundo que, terminado el tiempo reglamentario, el partido acababa cuando el árbitro decía que se acababa.
La realidad es que, pensándolo bien, la medida fue una enorme estupidez. Sobre todo, porque no solucionaba nada. Todo el mundo siempre fue consciente de que el árbitro tenía la última palabra, cualquiera podía ver el tiempo en su propio reloj y la presión de la grada seguía siendo la misma, o mayor. Lo único que se conseguía era generar confusión e incomodidad en el espectador de grada, ya que en la televisión, por aquello de que el cliente siempre tiene razón, nunca se paró el cronómetro.
En favor de la transparencia, o eso dicen, FIFA y UEFA decidieron hace unos años cambiar su recomendación y hacerla en sentido contrario. Personalmente no tenía ni idea, pero he visto que, poco a poco, las Ligas han ido cambiando sus protocolos para favorecer que el marcador refleje siempre el tiempo real. La Premier lo hizo en la temporada 18/19. En la Liga española, aparentemente, la medida se adoptó en la 23/24. Lo que no sé es por qué el Atleti ha tardado tanto tiempo en llevarlo a la práctica. Eso sí, nunca es tarde, si la dicha es buena.
Casciari y el infarto
La primera vez que escuché el nombre de Hernán Casciari fue hace muchos años, gracias a un amigo argentino que me lo recomendó. Siempre se lo he agradecido. He seguido, más o menos, su trabajo desde entonces y me gusta mucho. Admiro su estilo, su talento y esa forma de moverse con solvencia al margen de cualquier sistema establecido. Sus artículos, sus escritos, sus crónicas o sus cuentos son divertidos, brillantes y derrochan mucha personalidad. Y gracias a tenerlo en el radar, pude asistir también al nacimiento de esa cosa extraña, compleja y fascinante llamada “Orsai”; que primero fue una mezcla de fanzine artístico, dominical irreverente y revista literaria, y ahora es también una editorial.
Hace años publicó un libro de relatos llamado “el mejor infarto de mi vida”, que estaba basado en un hecho autobiográfico. Tenía muy buena pinta y lo apunté para comprarlo y leerlo, pero, como tantas otras veces me ha pasado, todavía no he podido hacerlo.

Hace unas semanas vi que Disney + estrenaba una serie con el mismo nombre. Pensé que podía estar relacionado y rápidamente comprobé que, efectivamente, estábamos hablando de lo mismo. Cuenta la misma historia y el propio Hernán Casciari está involucrado en el proyecto (haciendo incluso un cameo en el último capítulo).
La serie es irregular, pero tiene momentos muy buenos. Chirría un poco ver a Imanol Arias hablando con acento andaluz, pero no sólo aparece Buenos Aires y Montevideo, siempre bien, sino que lo que cuenta es curioso, interesante y muy bonito. Se ve sola, porque son muy pocos capítulos, y yo la he disfrutado.


Ben Folds es un talentoso músico norteamericano, no demasiado conocido por estos lares, que tiene una trayectoria musical más que interesante.
Los dos primeros discos de su primera banda, Ben Folds Five, son una maravilla y fueron grabados con la rompedora premisa de obligarse a no utilizar una sola guitarra eléctrica en todo el disco (solamente hay batería, bajo, piano y voces). Curioso experimento, cuando estamos hablando de una banda de la década de los noventa.

Podría recomendar un montón de canciones de Ben Folds Five, pero me voy a quedar con “Philosophy”, de su primer disco, porque hay una parte de la letra que me encanta y que encaja hoy muy bien:
“Adelante, puedes reírte todo lo que quieras.
Yo tengo mi filosofía y confío en ella como en el suelo que piso.
Me mantiene caminando cuando me estoy cayendo (…).
Ahora das todo esto por sentado (…). Y te olvidas del discurso que movió la piedra.
Pero en realidad no es que los árboles no te dejen ver el bosque, es que tú nunca has estado allí solo para poderte reír lo que quieras.
Yo tengo mi filosofía”.
¡Hasta la semana que viene!

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