La Comarca

De hobbits colchoneros, dineros y northern soul.

Viviendo en la Comarca

Me encantaba ir al Vicente Calderón. Y me encanta ir al Metropolitano. Lo he pensado muchas veces, y creo que es la razón principal por la que, emocional y físicamente, no he abandonado todavía el universo del fútbol. Hay que que estar muy dopado de ingenuidad para no darse cuenta de que todo esto que tanto me emocionaba cuando era pequeño se ha transformado en un frío entramado empresarial, complejo y oscuro, en el que todo, desde la competición a la épica y desde la justicia al resultado, está supeditado a la rentabilidad económica; pero del mismo modo, sigo notando una chispa de algo que se parece mucho a la felicidad cada vez que tengo la oportunidad de ir al estadio. ¿Por qué? Honestamente, muchas veces no lo sé.

El Atleti jugaba el lunes en casa. Era un día raro desde cualquier punto de vista porque, más allá de la grima que da jugar un partido de liga en lunes, estábamos en mitad de la Semana Santa, hacía frío y amenazaba lluvia. El rival era un Real Valladolid en horas bajas, que prácticamente es ya un equipo de segunda división, y los máximos rivales en la cabeza de la tabla habían ganado sus respectivos partidos. Ya sabemos además lo mal que se le dan al Atleti este tipo de partidos “fáciles”. A pesar de las dificultades, que las hubo, y de las lecturas preocupante, que también están ahí, el encuentro se resolvió con una cómoda victoria colchonera que dejaba las cosas como estaban. Por eso, más que lo que pasó en el césped, me dio por pensar en lo que pasó en la grada. En lo que me pasó a mí, concretamente.

En el mundo del Rugby, es normal que entre julio y noviembre se disputen lo que llaman “test matches”, que no es otra cosa que partidos amistosos entre selecciones nacionales. Desde ese punto de vista ultracapitalista que contamina todos los elementos de la vida, y que hemos asumido como el único que vale, cualquiera diría que son encuentros sin importancia en los que los equipos no se juegan “nada”. Pero si uno asiste a uno de esos partidos, yo tuve la suerte de estar presente en un Escocia-Nueva Zelanda en Edimburgo, verá que no es así y que nadie, ni en el césped, ni en la grada, ahorra un átomo de energía, esfuerzo o pasión. ¿Por qué? Pues por historia, rivalidad y tradición. De hecho, el nombre de “test”(prueba, traducido al castellano), tiene su origen en el cricket, donde este tipo de partidos se consideraba una “prueba” de resistencia y orgullo. Ganar un partido de Rugby es siempre ganar un partido de Rugby. No se necesita mucho más.

El lunes, hablando con la gente y observando el ambiente de la grada, me di cuenta de que, poco a poco, nos hemos alejado de lo que siempre fue un partido de fútbol. Quizá porque hay demasiados. Quizá porque ahora nos han “invitado” a verlo de otra forma. Sumidos en la corriente de entender cualquier sueño como un proyecto, asumir el éxito como un concepto tangible y transformar cualquier ilusión en un balance económico, tendemos a ver los partidos como tareas asépticas dentro de un cronograma diseñado por extranjeros. Uno en el que “los que saben de esto” nos marcan los hitos en los que merece la pena gastar emoción (Madrid, Barça, equipos importantes de Champions, eliminatorias criticas…). Uno en el que, sin darnos cuenta, desdeñamos todo lo demás.

No creo que nadie en la grada viese el partido contra el Valladolid del otro día como una historia en sí misma, porque, de hecho, ya ninguno lo es. Los partidos de liga son ahora escalones, la mayoría sin importancia, hacia una fantasía que no existe y que seguramente nunca existirá. Escalones que dejan poca alegría y en los que todo lo que no sea ganar de forma contundente, y jugando bien, generará crítica. No les digo ya lo que supone cualquier tipo de derrota.

No me gusta ver el fútbol así. Es más, lo detesto. Lo evito en cada pensamiento y en cada conversación, pero me temo que también he caído. El famoso doble toque fantasma de Julián Alvarez me ha dejado noqueado. Nos ha dejado noqueados, me temo. De vernos sacando los codos (y el pecho) al frente de todas las competiciones, hemos pasado a esa tranquilidad tramposa de la clase acomodada. Y todo, en apenas quince días. Ahora, fuera de Champions y de la Copa del Rey, imbuidos en el pesimismo que otorga el bienestar, recortar la distancia de siete puntos que tenemos en la Liga nos parece como viajar a Plutón.

Y sí, el lunes me sentía raro. Parecía que estuviese viviendo en “Lost in Traslation”, pero sin Tokio y sin Scarlett Johansson. Éramos como una bonita canción de un grupo indie del año 2002 que nadie busca y que todo el mundo ha olvidado. Como uno de esos personaje de Chejov que no se va ni se queda, y que simplemente espera, sin saber muy bien el qué. Como ese otro Bill Murray, el del día de la marmota. Como un entusiasta en mitad de la autopista de “La, la Land”, pero sin música y sin gente bailando. Miraba alrededor y parecía que los colchoneros fuésemos hobbits tranquilos, que nunca salen de la Comarca para evitar a los orcos, pero que se quedan sin aventuras.

No.

Me niego a caer en esto. Ser del Atleti tiene que ser otra cosa. Es más, sé que es otra cosa. Para lo bueno y para lo malo. El problema no es el escenario. El problema está dentro de cada uno de nosotros y ahí sí que se pueden hacer cosas. La intensidad de la afición al Atleti no puede estar condicionada por el resultado del equipo. ¿En qué nos convertiría eso? Se lo digo yo: nos haría perder las rayas rojas de la camiseta para transformarnos en… otra cosa. Cuando era pequeño, ir al Calderón era motivo de felicidad. Siempre. Incluso cuando no sabía contra quién jugábamos, ni sabía si era un partido de Liga, de Copa, de UEFA o del Atlético Madrileño. ¿Por qué tendría que ser ahora diferente? No lo va a ser. Lo prometo.

Padre, he pecado. Pero no volverá a ocurrir.

Dinero, dinero.

VINCE MIGNOTT / EFE

Es evidente que esta semana nos hemos llevado una enorme alegría con lo que ocurrió en el Bernabéu. Negarlo sería de necios. Y tampoco creo que deba sentirme mal porque sea así. El Atlético de Madrid nació con el objetivo de tener un equipo en Madrid que no fuese como ese otro que ya existía. “Así, no”, dijeron los padres fundadores. Y a eso me agarro yo también.

Lo que no me apetece es gastar mi tiempo hablando del Real Madrid, ni de sus desgracias. Es algo que me aburre bastante y que no me aporta nada. Ya condicionan demasiado mi vida. Lo que sí que me apetece es recordar, muy rápido, unos datos que, por lo que sea, siempre suelen olvidar los “padobranci” más vociferantes.

El Arsenal se ha clasificado de forma brillante para las semifinales de la Champions League. Los analistas menos contaminados destacan el buen hacer del equipo de Arteta y su manifiesta superioridad a lo largo de toda la eliminatoria. Los otros analistas, los de la animación sociocultural, el estilo cuñado y la adoración al ser supremo, se acuerdan del Atleti, como no, para poner el foco en lo que, según ellos, no hicieron los de Simeone.

Según Transfermarkt, una conocida web especializada en datos sobre fútbol, el valor actual de la plantilla del Arsenal asciende a los 1.130 millones de euros. El valor del Atlético de Madrid, según esa misma referencia, es de 515 millones. Es decir, menos de la mitad. En la plantilla gunner hay tres jugadores valorados por encima de los 100 millones de euros. En la del Atleti no hay un sólo jugador que alcance esa cifra.

Haciendo otros números similares, se puede ver que los ingleses han gastado en fichajes en torno a 660M€ netos, en el tiempo que Arteta lleva de entrenador. El Atleti, en ese mismo periodo, no llega a los 50M€ (insisto, netos). “Solamente” TRECE veces más.

Y es muy difícil saber con precisión los ingresos totales de los equipos en Champions League, porque, como corresponde a una organización siniestra, los datos no sueles ser públicos, pero cualquier clasificación de ingresos de los últimos diez años incluye siempre al Atlético de Madrid entre los diez o quince primeros equipos. Casi siempre, por encima o a la par que el Arsenal.

¿Entienden por dónde voy? Pues eso. Mientras unos buscan crecer en lo deportivo, otros buscan crecer en su cuenta corriente particular. Mientras unos pagan la cláusula de Thomas para crecer deportivamente, los otros ponen a Thomas una cláusula asequible, para venderlo lo antes posible. Eso sí, seis años después, con el jugador ya en la cuesta abajo, intentarán recuperarlo por cuatro duros.

Hace muchos años que tengo claro que el principal enemigo del Atlético de Madrid esta en casa.

Northern Soul

Estoy de vacaciones y me apetece despedirme de buen humor.

Y si hay un género musical que tiende a ponerme siempre de buen humor es el Soul.

Y dentro del Soul, lo que resulta infalible cada vez que necesito un estupefaciente par el ánimo es ponerme uno de mis discos, listas o recopilatorios de Northern Soul.

¿Qué es el Northern Soul? Buena pregunta. Supongo que habrá muchas definiciones, pero para mí es más un movimiento musical (o una subcultura) que un género musical en sí mismo. Llamamos así a la música que escuchaba la juventud mod del norte de Inglaterra, de ahí lo de Northern, a finales de los años sesenta. Es decir, es una escena definida por quién disfruta de la música y no por quién la crea. En esa búsqueda irrefrenable por lo auténtico, lo moderno y lo distinto que caracterizó a los mods de la época, cansados también de lo que veían alrededor o de la deriva que estaban tomando sus vecinos del sur, decidieron centrar sus esfuerzos en un pasión enfermiza por los discos raros de soul americano, especialmente aquellos de sellos pequeños o independientes con muy poca tirada. Pero no cualquiera. Tenía que ser lo bueno entre lo bueno. Eso les llevó a provocar toda una escena en torno a la búsqueda obsesiva de rarezas discográficas, bailes frenéticos en clubes como el Wigan Casino o el Twisted Wheel, y una estética muy particular, que continúa viva hasta hoy. De forma muy minoritaria, sí, pero es que siempre lo fue. Busquen en internet vídeos de sesiones de baile de Northern Soul y disfruten.

En una de la novelas de Nick Hornby, no recuerdo cuál, hay un personaje que define el Northern Soul como grupos americanos sin éxito comercial, que no pasaron de grabar un par de singles, y que trataban de imitar el sonido Motown. Más allá del tono sarcástico de la frase, creo que la definición se acerca bastante a la realidad.

Hoy hay cientos de recopilatorios de Northern Soul al alcance de la mano, pero cuando yo era joven era una de esas cosas que costaba conseguir y que solamente unos cuantos enfermos sabíamos cómo hacerlo. Ahora es fácil encontrarlo, casi en cualquier sitio. Eso ha hecho que se pierda en parte el encanto de formar parte de una especie de club de los elegidos, pero la música sigue siendo maravillosa. Y aunque se trata de canciones oscuras, que rara ves tuvieron éxito más allá de círculos muy cerrados, hay algunas que se consideran ya “clásicos” dentro del género. Esta es una de ellas. A mí, me encanta.

The Apollas - “Just can’t get enough of you”.

¡Hasta la semana que viene!

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